Prof. Delia Anón Suárez
Desde la publicación de “La historia de la sexualidad de Michel Foucault ya no podemos hacernos los distraídos: sabemos que para hablar de sexo y sexualidad debemos indagar en los sistemas de poder que regulan su práctica. El autor nos invita a revisar qué discursos son los que utiliza el poder para llegar hasta a las conductas más individuales, porque opera mediante la producción discursiva no sólo de la sexualidad, sino también de los sujetos de “naturaleza sexual”.
No está de más tomarse el trabajo de pensar los hechos que toman estado público para ver con un poco más de claridad el alcance de algunas posiciones teóricas. El caso de la niña de catorce años abusada por tres varones mayores de edad en General Villegas nos brinda una cantidad de discursos acerca del régimen poder-saber-placer de inquietante vigencia en nuestra sociedad.
Luego de leer cientos de notas periodísticas y miles de comentarios de lectores vía internet, los discursos que aparecen con mayor claridad son los que remiten a diversas naturalizaciones: la violación naturalizada como parte de la sexualidad masculina; la no-virginidad de una mujer naturalizada como habilitante para que con ella se practique cualquier tipo de vejación; la naturalización de la idea de que si la niña tiene actividad sexual “algún problema tiene” y de que la “culpa” es de la madre; la naturalización del rol de las instituciones como sancionadoras de las conductas sexuales de los individuos. Sólo por mencionar las que se observan a simple vista, sin hilar demasiado fino.
La violación que sobrevuela discursivamente el caso mencionado queda legitimada con argumentos que se desprenden de la segunda naturalización a que hago referencia: la “moral” de la víctima. Hasta la esposa de uno de los sujetos que participaron de la violación justifica a su marido aduciendo que la niña era una “come hombres”. Ya me he referido en otras notas a la autarquía que se le adjudica al falo, que parece estuviera obligado a actuar por sí solo en caso de mediar “provocación” por parte de una mujer.
La madre de la víctima se cuestiona en declaraciones si deben o no permanecer en el pueblo, ya que la condena social parece recaer más en la víctima que en los violadores, lo que me hace sospechar que la violación está considerada como una práctica sexual más por parte de los varones. Igual que el consumo y difusión de pornografía infantil.
En forma previsible, los agresores aducen consentimiento por parte de la niña, argumento de increíble grado de perversión: una mujer puede aceptar un encuentro que tal vez derive en algún tipo de práctica sexual. Pero llegado el momento, si se encuentra con más individuos que lo previsto, con amenazas, con una edificación de la que le resulta imposible escapar, y de una disparidad de fuerza física evidente, ¿de qué consentimiento hablan? Mejor dicho, ¿qué es lo que una mujer que acepta una cita está consintiendo? Ni mencionar la posterior divulgación de la filmación.
También circularon discursos que ponían en cuestión la “sanidad” de la niña. Ya desde el vamos la misma justicia impone pericias psicológicas –que se podrá aducir que tienden a evaluar el daño producido- pero que en nuestro fuero íntimo todos sabemos tienen como objetivo también el corroborar lo denunciado. La palabra de las mujeres siempre es cuestionada, puesta en duda.
El padre también se ve obligado a hacer declaraciones al respecto, aclarando que su hija “no es dicta ni está en tratamiento”. Como si el hecho de que eso sucediera fuera un atenuante para los violadores. Hasta el intendente Gilberto Alegre sostuvo que “si tiene sexo con tres hombres a la vez es que algún problema tiene”.
Ya lo creo, Señor. ¡Vive en un municipio gobernado por Usted! Y además tiene vecinos que están preocupados porque uno de los violadores tiene familia. Es padre y no merece ser interpelado.
Los discursos acerca de la “moralidad” de la niña –aún los que piadosamente la exculpan- en general ponen su acento inquisidor sobre la madre. Por casualidad otra mujer en el ojo de la tormenta en el que deberían estar colocados los violadores, los consumidores de prostitución, los que negocian con su proliferación y su divulgación…
Muchos de estos relatos, aunque a priori simulen resguardar los derechos de la niña, recuerdan a las terribles apelaciones que la última dictadura hacía a las madres: “Señora, ¿sabe dónde están sus hijos ahora?”
La última naturalización de las que puntualicé al comenzar es la de las instituciones como encargadas de velar por el cumplimiento de algunos saberes morales no explícitos asumidos por toda la sociedad. La madre remarca no sin asombro la actitud protectora y contenedora de la escuela a la que su hija asiste, y también una actitud similar por parte de las amigas de su hija y sus familias. Es realmente conmovedor verla agradecer lo que es sano que suceda. Lo que debería ser norma y no excepción.
Como vemos en este recorrido, tanta naturalización junta debería siempre obligarnos a detener y pensar. Lo “natural” también puede resultar indigesto.
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